No sé quién es. Sólo sé que, cada domingo, se acerca con sus dos cañas. Una, la más grande, con cebo natural: la lanza lo más lejos que puede y la clava a su derecha, dejándola ahí, a la espera de que la punta de grafito negro se doble. Con la otra, más corta, engancha una rapala que lanza y recoge de forma continua, haciendo nadar al pez artificial con una cadencia media.
No sé quién es. Tiene el semblante serio, y aunque la lógica me dice que baja a disfrutar de este rato, que viene a este punto porque le gusta, en su rostro moreno y arrugado hay un reflejo evidente de tristeza. Estigma.
La pesca solitaria es, sobre todo, meditación. En el Cantábrico, meditación... y un fuerte olor a mar.
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